Sit down

“Sit Down”– dijo con voz grave aquel negro inmenso y las dos señoras obedecieron descendiendo lentamente hasta quedar en cuclillas. Ahora sus caras estaban a la altura de los dos mastines. Les habían advertido que Nueva York era una ciudad muy peligrosa. Que debían ir con cuidado con los negros porque eran implacables con los blancos y también con los veteranos del Vietnam, que arrastraban su locura por la gran manzana fruto de los empachos de violencia y drogas. Que vigilaran con los tipos con gabardina que aguardaban en las esquinas para mostrarles sus encantos y, sobre todo, que estuvieran alerta en el metro con los locos que vivían obsesionados con lanzar a la vía al resto de usuarios, como si desearan eliminar a los demás con la finalidad de viajar solos. Por último, que no se dejaran engañar por las buenas formas de los hippies, ni confiaran de los que hablaban castellano.

Uyyy, esos son los peores- les dijo su amiga Carmeta mientras les advertía de todo, en uno de los mejores cafés de l’Eixample barcelonés. Ella había estado varias veces y sus dos amigas, una viuda y la otra harta de su marido, habían acordado ir hasta allí, porque no les faltaba dinero, porque querían ver los escenarios de las películas de Hollywood y, sobre todo, por la aventura. Necesitaban de algún peligro que les hiciera sentir vivas. Las historias de su amiga, contadas con la malicia de una niña traviesa que disfruta asustando a sus primas pequeñas, no habían hecho más que acrecentar sus ganas de ir.

Pero de todas las amenazas contadas e imaginadas, jamás se les pasó por la cabeza que debían ir con cuidado en los ascensores del hotel. ¿Quién iba a pensar que justo allí, bajando de la planta 22 al hall de entrada del Hilton, les iba a asaltar un negro con dos perros? No querían aventura, pues ya la tenían, y sin salir a la calle.

Cuando las dos burguesas del viejo continente miraron fijamente a los ojos de esos dos perros, sonó una risotada tan grave como el sonido de una tuba. El negro les hizo un gesto para que se incorporaran y comprendieron que lo de “sit down” iba dirigido a sus perros, no a ellas. Durante la brevísima bajada, aquel tipo no dejó de reír. Una vez abajo, con un gesto cortés dejó salir primero a las señoras y se despidió de ellas aún emborrachado de humor y con lágrimas en los ojos.

Ocho días después, ya de vuelta en Barcelona, invitaron a su amiga Carmeta a comer. Fueron a un buen restaurante porque en el viaje habían gastado mucho menos de lo previsto. No solo no les habían robado, sino que las siete noches en el Hilton les salieron gratis.

Lo supieron al marcharse. Cuando fueron a pagar, un conserje del hotel les entregó una tarjeta con algo escrito en inglés que no lograron entender. Un empleado mexicano les ayudó a descifrar la nota. Al parecer, aquel negro corría con todos los gastos, porque según había dejado escrito, no se había reído tanto en años. Su firma iba acompañada de un 23.

Ya de vuelta, al explicarle la historia a sus hijos y mostrarles la tarjeta, supieron que aquel tipo, a quién tanta gracia habían hecho como para pagarles siete noches en el Hilton, era Michel Jordan, el mejor jugador de baloncesto de todos los tiempos.

Gorka Ellakuría

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